Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.

George Orwell






viernes, 1 de julio de 2016

EL VIAJE A LA PLAYA


Vivir cada día con intensidad es lo que me da fuerza para valorar el presente, cada momento es único y al instante se torna en pasado. Para estar en armonía con uno mismo y sentir el momento es necesario conocerse a uno mismo. Entonces tu historia toma importancia y en  este pasado la infancia es parte de lo que somos, los buenos recuerdos permanecen de forma a veces imprecisa en nuestra mente. A mí me ocurre a menudo el mitificar la infancia, quizás sea el defecto profesional de este historiador nostálgico, amante de un cuento que ya fue.

En verano el calor aprieta y la playa puede ser un buen plan, que niño no ha vivido un día en la playa, el rugir de las olas, la magia de los castillos de arena, nos creíamos dueños de una propiedad que la marea arrasaba sin piedad. También el mero hecho de llegar a la costa desde los pueblos del interior era toda una aventura. Quizás mis propios recuerdos os hagan volver a los vuestros, aunque cada persona tenga sus experiencias casi todos tenemos un imaginario en común.

En los finales de los 80 todavía las comunicaciones eran muy lentas, se tenía que planear todo con tiempo para salir temprano. No podía faltar la sombrilla, las sillas con su mesa plegable y por supuesto la mítica fiambrera o nevera, allí se guardaba el abastecimiento  de la expedición. En algunas ocasiones el equipo liderado por mis abuelos, y compuesto por mis primas, mi hermano y yo, subíamos amontonados en los atiborrados asientos de atrás del R5 azul de mi abuelo.
 

Durante el viaje por los pueblos de Guipúzcoa se podía amenizar con el recurrente”sardina bat, bi sardinaaaa…” y no importaba el calor, además el aire acondicionado era una utopia.Los nervios crecían a medida que nos acercábamos a nuestro destino, la playa de Saturraran en Motriku.Para un niño podría ser el escondite de un misterioso tesoro pirata, cualquier cosa podía ser motivo de grandes aventuras, éramos Robinson Crusoe.

A la llegada estábamos deseando entrar al agua, he de admitir que yo prefería la construcción a las olas. Después de embadurnarnos de protección solar, sacaba el típico cubo con su respectivo rastrillo y construía mi fortaleza, bajo la supervisión del mejor jefe de obra del mundo mundial, mi abuelo. Lástima que algún gigante o la marea destrozara mis aspiraciones a rey Arturo, mi gran castillo hecho añicos.

Entre una cosa y otra llegaba la hora de comer, salíamos de la arena a unas mesas de piedra en unas misteriosas ruinas. El menú estrella las alitas de pollo y la tortilla de patata de mi amama, por favor que delicia. Después exploraba la zona, yo imaginaba un gran palacio o incluso un bonito hotel, pero por desgracia aquellas ruinas escondían un pasado oscuro. La terrible cárcel de mujeres de la guerra del 36, una dura verdad que en la mente inocente de un niño no tiene lugar.

No recuerdo que por las tardes volviésemos a la arena, pero si algún paseo por el puerto de Ondarrua, barcos, pescadores y olor a pescado. Luego un refresco o un rico helado para que los peques estuviésemos tranquilos. Después al coche, el día llegaba a su fin, y nosotros nos dormíamos bajo la suave melodía de Los Panchos. Dulce final para un día en la playa y viejos recuerdos de un adulto que se resiste a ser mayor, pero el tiempo es la ley de la vida y Peter Pan ya no volverá.

 

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