Vivir cada día con intensidad es lo que me da fuerza para
valorar el presente, cada momento es único y al instante se torna en pasado.
Para estar en armonía con uno mismo y sentir el momento es necesario conocerse
a uno mismo. Entonces tu historia toma importancia y en este pasado la infancia es parte de lo que
somos, los buenos recuerdos permanecen de forma a veces imprecisa en nuestra mente.
A mí me ocurre a menudo el mitificar la infancia, quizás sea el defecto
profesional de este historiador nostálgico, amante de un cuento que ya fue.
En verano el calor aprieta y la playa puede ser un buen plan,
que niño no ha vivido un día en la playa, el rugir de las olas, la magia de los
castillos de arena, nos creíamos dueños de una propiedad que la marea arrasaba
sin piedad. También el mero hecho de llegar a la costa desde los pueblos del
interior era toda una aventura. Quizás mis propios recuerdos os hagan volver a
los vuestros, aunque cada persona tenga sus experiencias casi todos tenemos un
imaginario en común.
En los finales de los 80 todavía las comunicaciones eran muy
lentas, se tenía que planear todo con tiempo para salir temprano. No podía
faltar la sombrilla, las sillas con su mesa plegable y por supuesto la mítica
fiambrera o nevera, allí se guardaba el abastecimiento de la expedición. En algunas ocasiones el
equipo liderado por mis abuelos, y compuesto por mis primas, mi hermano y yo,
subíamos amontonados en los atiborrados asientos de atrás del R5 azul de mi
abuelo.
Durante el viaje por los pueblos de Guipúzcoa se podía
amenizar con el recurrente”sardina bat, bi sardinaaaa…” y no importaba el
calor, además el aire acondicionado era una utopia.Los nervios crecían a medida
que nos acercábamos a nuestro destino, la playa de Saturraran en Motriku.Para
un niño podría ser el escondite de un misterioso tesoro pirata, cualquier cosa
podía ser motivo de grandes aventuras, éramos Robinson Crusoe.
A la llegada estábamos deseando entrar al agua, he de
admitir que yo prefería la construcción a las olas. Después de embadurnarnos de
protección solar, sacaba el típico cubo con su respectivo rastrillo y construía
mi fortaleza, bajo la supervisión del mejor jefe de obra del mundo mundial, mi abuelo.
Lástima que algún gigante o la marea destrozara mis aspiraciones a rey Arturo,
mi gran castillo hecho añicos.

No recuerdo que por las tardes volviésemos a la arena, pero
si algún paseo por el puerto de Ondarrua, barcos, pescadores y olor a pescado.
Luego un refresco o un rico helado para que los peques estuviésemos tranquilos.
Después al coche, el día llegaba a su fin, y nosotros nos dormíamos bajo la
suave melodía de Los Panchos. Dulce final para un día en la playa y viejos
recuerdos de un adulto que se resiste a ser mayor, pero el tiempo es la ley de
la vida y Peter Pan ya no volverá.
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