
En 1892 el presidente Benjamín Harrison decidió poner un
límite a la entrada de inmigrantes en Estados Unidos, se debía impedir el paso
a criminales, enfermos y anarquistas, para ello se debía analizar
minuciosamente a cada individuo que quisiera ingresar en suelo americano.
Millones de personas tendrían que atravesar la isla de Ellis hasta 1956, inspeccionados,
interrogados, incluso puestos en
cuarentena, no quedaba otra que esperar y cruzar los dedos para que las puertas
se abrieran definitivamente. Millones de europeos entre los que había irlandeses,
británicos, ucranianos, italianos o griegos entre muchos otros, actualmente más
de 100 millones de personas en Estados Unidos provienen de aquellos infelices.

Aquel era el destino para el barco, por fin atracaba en la isla aquel 19 marzo
1911, mientras recorría los últimos
metros para detenerse, muchos de los 1000 pasajeros de a bordo observaban con
asombro y con ilusión la privilegiada
testigo que iluminaba con su antorcha la puerta de América, era ella, la
Estatua de la Libertad, de la que todos los inmigrantes habían oído hablar.
Pero aquel día un grupo de 150 jóvenes entre 16 y 20 años iban a alterar el
funcionamiento habitual de los funcionarios, hablaban un idioma diferente,
parecía más bien que aquellos muchachos salían de las entrañas de algún
transbordador espacial y aterrizaban en la luna.
Aquellos jóvenes provenían de diferentes zonas de Euskal
Herria, muchos sólo conocían el entorno de sus pueblos y caseríos, conocían las
labores del campo, el trabajo en la casa familiar, la agricultura y sobre todo
la ganadería, por lo que su objetivo era alcanzar el noroeste de Estados
Unidos, los estados de Nevada y Montana, donde trabajarían durante duras y
largas temporadas en el cuidado de los grandes rebaños de ovejas, aquella sería
la especialidad del inmigrante vasco hasta los años 70 del siglo pasado. Antes
también habían llegado muchos vascos a la aduana, pero habitualmente también se
arreglaban en castellano o francés, pero aquellos jóvenes sólo conocían su
idioma autóctono y como dijo el cronista del New York Times "todo les
sonaba a griego" (para nosotros chino).
No había manera de hacerles entender lo que tenían que
hacer, llegaron traductores de francés, castellano, inglés e incluso alemán,
pero nada aquellos chavales no se enteraban absolutamente de nada, los
funcionarios empezaron a perder la paciencia porque aquello estaba originando
grandes colas, el malentendido enseguida llamó la atención de los periodistas.
El cronista del New York Times los describió como jóvenes callados y con
aspecto duro, la mayoría hombres jóvenes que llevaban txapela, alguna mujer
también se podía distinguir. Finalmente se pudo saber su procedencia, eran
vascos, la solución era encontrar una
persona que supiera el idioma, algún compatriota asentado en Nueva York que
también supiera inglés, encontraron un tipo con esas características que
finalmente soluciono el problema, aquello permitió que los 150 pasajeros vascos
del buque fueran admitidos y llegaron finalmente a Manhattan, la gran urbe estaba ante ellos, un futuro
duro pero esperanzador les esperaba, aunque la epopeya continuaba, les quedaba un largo
viaje hacia el oeste.
Todo esto me recuerda a la magnífica película de Francis
Ford Coppola, exactamente la segunda parte de El Padrino, en esa escena en la
que Vito Andolini un niño que huía de la mafia siciliana, llega a la citada
aduana de Ellis Island, allí pasa todos los exámenes para decidir si es apto, cuando llega al registro es preguntado por la
traductora por su nombre, el funcionario que no entiende italiano pasa del apellido
del chaval y lo confunde con el pueblo de procedencia, sin quererlo lo bautiza como
Vito Corleone. Aunque está basada principalmente en la mafia y la comunidad
italiana en Nueva York recoge de forma muy realista la vida en los barrios de
inmigrantes de principios del siglo XX. Os traigo este fragmento para que os
hagáis la idea de lo que supondria la llegada y el trajín de personas en la
Puerta de América.
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