Crudo invierno, nostalgia de aquellos veranos de la infancia
que nunca terminaban. Así recuerdo yo aquellos veranos de los 90 en
Aretxabaleta, en un barrio con un sinfín de posibilidades de pasar la tarde. El
monte estaba a pocos metros y las vacas pastaban frente al balcón, relajadas a
la sombra de un par de pinos que sobrevivían en el prado. Pero con un poco de
imaginación podían ser unos miuras, aunque el único toro furioso fuera el
casero cabreado, que corría con su palo como Karl Lewis en sus tiempos de
gloria. Otra posible salida era internarse en los pinares en busca de duendes o
a cazar lobos con nuestras armas mortales, las pistolas de agua y los
tirachinas hechos con las bocas de las botellas de plástico y los globos. Al
final terminábamos liquidando sapos en el riachuelo y los más valientes se
atrevían a atravesar el túnel por donde proseguían las aguas hasta desembocar
en su hermano mayor.
Mientras jugábamos ajenos al mundo, sin necesidad de
videoconsolas portátiles, un tipo llamado Miguel Induráin asombraba al mundo en
las carreteras francesas y otro año la Alemania de Mathaus y Klisman, ganaban
la Eurocopa. También había cartas de futbol el año que Baggio falló el penalti
y Brasil ganaba el mundial del 94 en USA, con Cafu subiendo la banda y Aldair
de central mientras Romario y Bebeto ponían la magia. A cierta hora de la tarde
había que recobrar fuerzas, una merienda a base de Cola cao frio y galletas,
para terminar un Petitsuis congelado a modo de helado.
Todavía me llega el olor del tilo al atardecer, cuando el
sol lentamente se escondía, era entonces cuando las madres mandaban cerrar
filas, cada mochuelo a su olivo. Pero no había clase y a la noche te dejaban
salir un rato, lo suficiente para jugar a bote-bote con todos los niños del
barrio y en otras ocasiones buscar gatos con los mayores dirigiendo las
operaciones. Otras veces salíamos dejando en la tele a Ramón García y Ana Obregón
en Que Apostamos, pero era más interesante jugar a cartas a la luz de alguna
farola. Y al fin la hora de dormir, pero no pasaba nada, por la mañana nos
esperaba otro capítulo de Campeones, haber si esta vez Oliver Aton llegaba a la
portería.
Pero un día sin darnos cuenta los veranos se volvieron más
cortos, nos habíamos hecho mayores, porque solo Peter Pan y los niños del país
de nunca jamás se resisten al tiempo. Poco a poco llegaron los camiones y las excavadoras,
la Burbuja inmobiliaria, todo se lleno de edificios y los prados, los pinares y
las vacas se alejaron. Ahora mantengo los recuerdos en el corazón, pero me
siento como el Capitán Hook, impotente frente al paso del tiempo. TIC, TAC,
TIC, TAC…
Héctor Prieto
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